En un reino sumido en la oscuridad, donde los bosques susurraban secretos ancestrales y las montañas albergaban poderes olvidados, vivía Lysandra, una joven con un don extraordinario: la capacidad de sentir el pasado a través del tacto.
Desde su nacimiento, Lysandra fue bendecida o maldita, según cómo se mirara, con la memoria del tacto. Cada célula de su ser era un receptáculo de recuerdos ancestrales, como si el tiempo se hubiera fundido en su piel, y las experiencias pasadas renacieran en ella como una ola de emociones desbordantes.
Pero este don no era una bendición para Lysandra, sino una maldición que la llevaba a un mundo de sufrimiento constante. Cuando su piel rozaba algo cargado de memorias dolorosas, su mente se bloqueaba, y su cuerpo entero se contraía. Su respiración se detenía, su corazón parecía cesar su latido por un instante. Era como si un vórtice la arrastrara al pasado, desconectándola del presente, y no podía escapar.
Sentía un asco profundo, repulsión, miedo y terror. Cada
centímetro de su piel reconocía la sombra de aquellos que habían dejado huellas
dolorosas en el tejido del tiempo. Uno de esos recuerdos estaba más fresco en
su piel: el toque de un ser oscuro, un agresor cuyas garras aún parecían
aferrarse a su ser. Aquel ser que la había convencido de un amor falso, un ser
sádico, cuya careta de ternura era una fachada para su depravación. Lysandra
fue vejada, usada y mancillada por aquel monstruo, un vampiro de emociones, un
destructor sin corazón ni empatía.
El agresor, persistente en su crueldad, continuaba atormentándola, persiguiéndola con estrategias cada vez más desesperadas. Se acercaba peligrosamente, poniendo en riesgo su integridad en todos los aspectos posibles. En un momento, logró atraparla de nuevo, como si sus manos fueran garfios afilados, y ella se encontró impotente, asfixiada por su control.
Lysandra, atrapada en el laberinto de su memoria, ansiaba escapar de aquel tormento. Pero en este mundo de magia y misterio, una esperanza surgió desde lo más profundo del bosque. Una bruja sabia y poderosa, conocida por sus conocimientos sobre el tejido del tiempo, escuchó la angustiosa llamada de Lysandra.
La sabia bruja, con sus ancestrales conjuros, tejió un
hechizo de protección alrededor de Lysandra. A través de la magia ancestral,
fortaleció su espíritu y le enseñó a controlar el flujo de recuerdos que la
acosaban. Le mostró que su don, aunque doloroso, podía ser una herramienta para
defenderse y encontrar la paz.
Con el tiempo, Lysandra aprendió a enfrentar los recuerdos dolorosos, a separarlos de su ser y a protegerse de aquellos que intentaban arrastrarla al abismo del pasado. Aún podía sentir, pero ya no era una prisionera de sus memorias.
El agresor, desconcertado por la resistencia de Lysandra, se encontró con una fuerza que no había anticipado. Su maldad chocó con la barrera de la valentía y la determinación de una joven que había decidido tomar las riendas de su destino.
Con el apoyo de la bruja y su nueva fuerza interior,
Lysandra logró crear un escudo que repelía al monstruo, manteniéndolo alejado
de su ser. Aunque los recuerdos aún tocaban su piel, ya no la atrapaban en una
espiral de terror y dolor.
Así, con coraje y sabiduría, Lysandra transformó su
maldición en una fortaleza, encontrando la libertad para vivir en el presente
sin ser atormentada por los fantasmas de su pasado. Y en su viaje, se convirtió
en un símbolo de esperanza para aquellos que, como ella, enfrentaban los
monstruos de su memoria.