“Estar solo, no es lo mismo que sentirse solo.”
Lo primero es una elección, en su mayoría... y, es algo más externo. Lo segundo, es un sentimiento, ocurre dentro de nosotros mismos.
Puedes estar solo, y no sentirte solo; también, puedes estar rodeado de gente, y sentirte más sólo que la una.
La soledad, como sentimiento, es algo realmente aterrador.

Es un vacío
doloroso. Como un agujero negro en tu interior, a la altura de la boca del
estómago, que arrastra todas las entrañas hacia él, haciéndolas desaparecer,
expandiéndose por todo tu cuerpo, te deja vacío pero lleno de dolor. Como un
huevo hueco, un cascarón andante… El exterior se queda intacto, aparentemente, aunque,
sí observamos, de verdad, podremos ver unas finas grietas.
Tu cuerpo, por dentro, es como una cueva. Los estímulos externos, generan un débil eco que resuena dentro de ella, una honda que, al chocar contra las paredes de esta cavidad, hace que se retraigan sobre sí mismas, como el hambre, pero por todo el cuerpo, te devora.
Igual que las cavernas supuran agua, con el gota a gota que forma las preciosas estalactitas y estalagmitas, nuestros ojos supuran el dolor a través de nuestras lágrimas.
Aunque, la verdad es que, por más que trates de expresar, de sacarlo fuera, no puedes… Es lógico, ¿cómo vas a sacar fuera el vacío? ¿cómo vas, ni tan siquiera, a tocarlo? pero, entonces, ¿por qué puedes sentirlo?
Ahora, una cavidad hueca, pero viva, por dentro… Por fuera, escayola quebradiza, una carcasa más fina que el papel. Nada se ve, nadie percibe…
Nadie se atreve a mirar en los ojos de las personas con soledad,
es aterrador asomarse al vacío.

La soledad es una prisión invisible, donde el prisionero y el guardián son la misma persona. Al recorrer sus pasillos oscuros, uno se enfrenta a los fantasmas del pasado y los miedos del presente, cada paso resuena en el eco de un alma que clama por compañía.
Es en ese vacío doloroso donde a veces nacen las grandes ideas, donde el alma encuentra su verdadero propósito, donde se forjan las fuerzas que nos harán emerger más fuertes.

Y aunque la soledad sea una visitante temida, también es una maestra silenciosa. Nos enseña a escucharnos a nosotros mismos, a entender las profundidades de nuestra existencia y a valorar más intensamente los momentos de conexión con los demás.
Así, en esa cueva hueca, en ese cascarón frágil, la soledad puede convertirse en un faro de autoconocimiento y resiliencia. Porque al final, enfrentarse al vacío nos revela la inmensidad de nuestro propio ser.